Durante doce años de matrimonio, Elena Ramírez guardó un secreto que nunca reveló a nadie. Para el mundo exterior, ella era la esposa perfecta de un empresario exitoso, con casa en la colonia Del Valle, dos hijos ejemplares y una vida que muchos envidiaban. Pero dentro de su corazón, solo quedaban cenizas.
La primera vez que descubrió la infidelidad de su esposo Raúl, su hija menor acababa de cumplir cuatro meses. Era una madrugada lluviosa de junio en la Ciudad de México. Elena se despertó para preparar un biberón y notó que el lado derecho de la cama estaba vacío. Al pasar frente al despacho, la luz tenue del monitor iluminó la figura de su esposo, hablando en voz baja con una joven en videollamada.
—“Te extraño, mi amor… ojalá pudieras estar aquí esta noche.”
La voz de Raúl era suave, casi tierna —una ternura que Elena nunca había escuchado dirigida hacia ella.
Sus dedos temblaron. El biberón cayó al suelo y rodó lentamente. Pero en lugar de entrar y gritar, simplemente se dio media vuelta. Volvió al cuarto, abrazó a su bebé y, con la mirada fija en el techo, entendió que algo dentro de ella había muerto.
Desde aquella noche, Elena decidió callar.
No hubo escenas de celos, ni escándalos, ni lágrimas frente a los niños. Solo silencio.
Raúl siguió con su vida —con viajes de negocios, con reuniones “hasta tarde”, con regalos caros que creía podían comprar la paz.
Y Elena siguió también con la suya —trabajando en su pequeño consultorio de psicología, ahorrando cada peso, construyendo un refugio emocional solo para ella y sus hijos, Diego y Camila.