El tintineo de los cubiertos y el suave murmullo del jazz llenaban La Belle Vie, el restaurante más exclusivo del centro de Seattle.
En una mesa de la esquina estaba sentada Margaret Hayes, una magnate inmobiliaria de 52 años con una fortuna millonaria. Cenaba sola, con un plato de filete mignon a medio comer y el móvil brillando con las últimas noticias de la bolsa.
Apenas se fijaba ya en el mundo. El éxito la había vuelto eficiente, no compasiva.
Pero esa noche ocurrió algo inusual.
—¿Señora?
La voz era suave, dubitativa. Margaret levantó la vista, irritada, y se quedó paralizada.
Dos niños estaban junto a su mesa, de unos 9 y 11 años. Su ropa estaba hecha jirones, sus caras manchadas de tierra y sus ojos —increíblemente grandes y cansados— contaban historias que ningún niño debería vivir.
—¿Podemos comer… las sobras? —preguntó el mayor.
El restaurante quedó en silencio. Los comensales los miraban con indignación, ofendidos de que niños de la calle hubieran entrado en aquel templo sagrado de la riqueza. Un camarero se acercó rápidamente.
—Señora, yo me encargo… —
Margaret levantó la mano—. No. Está bien.