Doné la mansión a la caridad. Los gritos de mi suegra resonaron en la casa.
Voy a donar esta mansión a una organización benéfica para que se convierta en un hogar para niños huérfanos y adultos mayores sin familia. A partir de la semana que viene, todos deben desalojarla.
La familia de Javier estaba atónita. Murmullos, protestas y llantos llenaban la habitación. Mi suegra me agarró del brazo, gritando con incredulidad:
¿Estás loco? ¿Así que mis doce familiares se van a quedar sin hogar? ¿No tienes conciencia?
La miré directamente a los ojos y le respondí fríamente:
Tú mismo siempre me dijiste que era un extraño, ¿verdad? Pues hoy te creo. Un extraño no tiene la obligación de mantener a doce miembros de tu familia. Prefiero donar esta casa a quienes realmente la necesitan, no a quienes viven a costa de los demás y los menosprecian.
Esa frase la dejó sin palabras. Se quedó allí parada, con las manos temblorosas, incapaz de responder.
La sala quedó en silencio. Las miradas, antes orgullosas, se desvanecieron, cargadas de vergüenza. Se dieron cuenta de que ya no era la nuera sumisa de la que se habían burlado.

Una semana después, entregué las llaves de la mansión a la fundación. Me agradecieron efusivamente y prometieron convertirla en un alegre refugio para niños y ancianos. Al verlos reír y jugar dentro de la casa que durante tanto tiempo había sido un símbolo de mi humillación, sentí verdadera paz por primera vez.
Mientras tanto, la familia de mi ex se mudó a un apartamento alquilado. Más tarde supe que Javier estaba amargado por perder su lujo, y su amante lo dejó al darse cuenta de que “el negocio” había terminado. Mi suegra todavía me guarda rencor, pero cada vez que alguien le repite mis palabras, solo suspira; ya no puede gritar como antes.