Marta cerró el maletín con determinación. No podemos quedarnos de brazos cruzados. He investigado y parece que esta familia está comprando varias propiedades en la colonia Jacaranda. No eres la única víctima. La rabia empezó a vencer a la tristeza. Recordé a doña Rosa, mi vecina, diciendo que quizá tendría que mudarse y a don Felipe preocupado por perder su panadería.
Comprendí que esto no era un simple despojo familiar, era una red de abuso y engaños. Esa noche, mientras abrazaba la foto de Andrés, escuché su voz en mi memoria. Clara, eres más fuerte de lo que crees. No dejes que nadie te derrumbe. Apreté el puño y susurré, no me rendiré. Esta batalla apenas empieza. A la mañana siguiente, Marta me acompañó a una notaría en el centro de Querétaro.
Revisamos los documentos que había firmado en el hospital y confirmé lo que ya temía. Aquel poder notarial estaba redactado con cada detalle en contra mía. Miré mi propia firma y sentí un escalofrío. Recordé a Valeria sonriéndome con dulzura mientras me decía que eran simples formularios del seguro. Respiré hondo y murmuré con amargura.
Recuerda siempre leer las letras pequeñas. Ese fue mi error, confiar en mi familia y firmar sin sospechar. Marta me tomó del brazo. Clara, aún podemos actuar. Si conseguimos pruebas de que ellos siguen planeando más fraudes, podremos detenerlos. Esa misma tarde me mostró una pequeña pulsera metálica.
A simple vista parecía una joya sencilla, pero escondía un micrófono diminuto. Vas a regresar a la casa. Fingirás que buscas un acuerdo y grabarás todo lo que digan. Si algo se complica, presiona este botón y la señal llegará directo a mí y a un agente de confianza. Sentí un nudo en la garganta. Volver a esa casa que había sido mi hogar ahora tomada por intrusos me aterraba, pero también sabía que no tenía otra salida.
Esa noche un chóer conocido me dejó al final de la calle Jacaranda. La camioneta negra de Sergio seguía estacionada frente a la reja azul como una provocación. Avancé por el callejón trasero, el mismo por donde Daniel solía colarse de adolescente cuando olvidaba las llaves. Me acerqué a la ventana de la cocina. Adentro estaban Sergio y Alicia con una carpeta llena de documentos sobre la mesa.
Escuché a Sergio decir, “Con la firma de Clara podremos acceder a un crédito millonario. El banco no sospechará nada.” Tragué saliva, el corazón golpeándome en el pecho. Apreté el botón de la pulsera y recé para que la señal llegara a Marta. Entonces, el celular de Sergio sonó en altavoz. Era Valeria. Su voz fría me heló la sangre. Papá. Daniel sigue dudando.
Le digo que no hay vuelta atrás, pero repite que no quiere hacerle daño a su mamá. Mi cuerpo tembló. Era posible que mi hijo aún tuviera conciencia. Me quedé pegada a la pared, conteniendo la respiración mientras grababa cada palabra. Las frases de Sergio y Valeria eran acuchilladas al corazón, pero también eran la prueba que necesitaba.
Cuando intenté retroceder para escapar, mi pie tropezó con una maceta en el patio. El crujido seco bastó para delatarme. ¿Quién anda ahí? Rugió Sergio levantándose de golpe. Intenté correr, pero mis piernas, aún débiles por la cirugía, me traicionaron. En un segundo, la mano enorme de Sergio atrapó mi muñeca.
 
					