Fui con el abogado Ramírez al banco para terminar los trámites que confirmaban la propiedad de la casa en Polanco y los 33 millones de pesos. Sentada en aquella oficina pequeña, firmé hoja tras hoja, con la mano temblando. Cada firma era una afirmación de que el legado de Alejandro, el último mensaje de mi hijo, estaba protegido. Cuando terminé, Ramírez me miró y sonrió. Alejandro confió en la persona correcta dijo en voz baja. Él dejó un sistema perfecto para protegerla a usted y a su hija.
Sus palabras me hicieron un nudo en la garganta. Recordé la carta de Alejandro, sus frases llenas de amor y supe que había hecho lo correcto. Había cumplido mi promesa con mi hijo. Decidir dejar la casa vieja no fue fácil, pero sabía que necesitaba un nuevo comienzo. Puse en venta aquella casa que estaba llena de recuerdos con Alejandro y me mudé a la de Polanco. La nueva era amplia, luminosa, con ventanales que daban a una calle tranquila. Al principio temí que se sintiera fría, como la otra, después de que Alejandro se fuera, pero Valeria cambió todo.
Ella trajo risas, historias del colegio y también esos ratos de terquedad que me hacían enfadar y a la vez enternecer me. Valeria convirtió la casa en un hogar y supe que ya no estaba sola. Volví a contratar a Carmen, la ama de llaves que había estado con nosotros desde que Alejandro era niño. Isa la había despedido después de la muerte de mi hijo, pero yo nunca olvidé su lealtad. Carmen entró con la misma sonrisa de siempre y enseguida se puso a limpiar y a cocinar.
Doña Marisol me dijo con voz cálida Esta casa la necesita y yo también necesito un lugar al cual regresar. Carmen no sólo se ocupó de la casa, también se volvió mi compañera. Escuchando mis confidencias en esas noches largas con ella recuperé una seguridad que había perdido hace mucho tiempo. Empecé a participar en un grupo de mujeres mayores en la iglesia local. Se reunían cada semana, cocinaban juntas, cocían y compartían historias de vida. Por primera vez, después de muchos años, sentí que pertenecía a algún lugar.
Esas mujeres, con sus relatos de pérdidas, esperanzas y resistencia, me hicieron darme cuenta de que no era la única que había luchado contra el dolor. Una tarde, mientras hacíamos tamales, una anciana tomó mi mano y me dijo Marisol, usted es más fuerte de lo que cree. Alejandro debe estar muy orgulloso de usted. Sonreí con lágrimas rodando por mi rostro. Por primera vez sentí que no sólo vivía para sobrevivir, sino para continuar mi propia historia. Con los 33 millones de pesos.
Empecé a financiar becas para algunos estudiantes pobres del barrio. Recordaba que Alejandro solía decir que quería ayudar a los más necesitados. Y yo quise cumplir ese sueño en nombre de mi hijo. Cada vez que veía a los niños recibir las becas con sus ojos brillando, sentía como si viera la sonrisa de Alejandro. Ya no vivía sólo para mí, sino para dar continuidad a lo que mi hijo había dejado. Valeria se fue acercando más a mí. Solía sentarse conmigo por las noches, contándome sobre los problemas en la escuela, los nuevos amigos y también sus sueños.
Una vez me pidió ayuda con la tarea de historia y nos quedamos horas sentadas riendo mientras yo le contaba sobre los viejos tiempos. Valeria ya no era la niña confundida de antes. Había recuperado la confianza y yo sabía que era gracias al amor que Alejandro le había dejado. Abrí en secreto un fideicomiso para Valeria que sólo ella y Ramírez conocían. Era mi manera de asegurar que el futuro de mi nieta no estuviera en manos de nadie, ni siquiera después de que yo partiera.
Una noche, mientras cenábamos, Valeria de repente dijo Abuela, algún día quiero estudiar Derecho. Quiero defender a personas como usted. La miré y mi corazón se derritió. Sé que lo harás mejor que nadie. Le respondí, poniendo mi mano en su hombro y sintiendo la fuerza en ella, la misma que Alejandro le había transmitido. Al volver a mi habitación. Me detuve frente a la foto de Alejandro en el estante. Sus ojos seguían siendo tan bondadosos como siempre. Hijo susurré.
He cumplido la promesa de proteger a Valeria y lo seguiré haciendo hasta el final de mi vida. Las lágrimas rodaban, pero esta vez eran de paz. Al caer la noche, me senté junto a la ventana de mi nueva casa, observando las luces infinitas de Ciudad de México. La batalla había terminado, pero mi vida continuaba. Ya no eran días de control, sino la vida de una abuela libre, tranquila y más fuerte que nunca. Sabía que Alejandro sonreía en algún lugar y yo al fin, había vuelto a encontrarme conmigo misma.