Una tarde, mientras limpiaba el dhaba, un hombre desconocido vino a buscarme. Vestía bien, pero su rostro estaba tenso. Lo reconocí: era un amigo bebedor de Ravi. Me miró fijamente y preguntó:
—¿Eres la madre de Ravi?
Me detuve, asentí con cautela. Él se inclinó más cerca, su voz cargada de presión:
—Nos debe millones de rupias. Ahora está escondido. Si aún lo quieres, ayúdalo.
Me quedé helada. Solo sonreí levemente:
—Ahora soy muy pobre. No me queda nada para ayudar.
Se fue enfadado. Pero eso me hizo pensar mucho. Yo amaba a mi hijo, pero también estaba herida por él. Me había dejado cruelmente en una estación. Ahora recibía su castigo, ¿era eso justo también?
Meses después, Ravi vino a buscarme. Estaba demacrado, agotado, con los ojos rojos. Al verme, cayó de rodillas y sollozó:
—Madre, me equivoqué. Soy un miserable. Por favor, sálvame una vez. Si no, toda mi familia se perderá.
En ese momento, mi corazón se agitaba. Recordé las noches en que lloré en silencio por él, recordé la escena de mi abandono. Pero también recordé lo que Rajan me dijo antes de morir: “Pase lo que pase, él sigue siendo mi hijo.”
Guardé silencio largo rato. Luego entré lentamente en mi habitación, saqué la libreta de ahorros con más de treinta millones de rupias, y la puse frente a Ravi. Mis ojos estaban serenos, pero firmes:
—Este es el dinero que tus padres ahorramos durante toda la vida. Lo escondí porque temía que no lo valoraras. Ahora te lo entrego. Pero recuerda: si alguna vez pisoteas de nuevo el amor de tu madre, aunque tengas todo el dinero del mundo, jamás podrás volver a levantar la cabeza con dignidad.
Ravi lo tomó temblando. Lloraba como bajo una lluvia.
Sabía que quizá cambiaría, quizá no. Pero al menos, como madre, había cumplido mi última responsabilidad. Y el secreto de aquella cuenta de ahorros por fin había salido a la luz, justo en el momento en que más se necesitaba.