Después de que mi esposo m.u.r.i.ó, eché de casa a su hijastro — 10 años más tarde, salió a la luz una verdad que casi destruyó todo mi ser.

Cuando me casé con Meera a los 26 años, ella ya había pasado por un gran dolor — un amor sin nombre, un embarazo que enfrentó sola.

En aquel entonces, admiraba su fortaleza.
Me dije a mí mismo que era noble por “aceptarla” a ella y también a su hijo.
Pero el amor que no nace del corazón… no perdura.

Crié a Arjun como una responsabilidad — nada más.

Todo se vino abajo cuando Meera murió.
Ya no había nadie que me mantuviera unido al niño.

Arjun era siempre callado, distante, respetuoso.
Quizás sabía — en el fondo — que nunca lo amé de verdad.

Un mes después del funeral, finalmente se lo dije:

“Vete. Si vives o mueres, no me importa.”

Esperaba que llorara. Que suplicara.

Pero no lo hizo.

Se fue.
Y yo no sentí nada.

Vendí la casa y me mudé.
La vida siguió. El negocio prosperó. Conocí a otra mujer — sin cargas, sin hijos.

Durante unos años, a veces pensaba en Arjun.
No por preocupación — solo por curiosidad.
¿Dónde estaría? ¿Seguiría vivo?

Pero el tiempo borra incluso la curiosidad.

Un niño de 12 años, solo en el mundo — ¿a dónde podía ir?

No lo sabía.
No me importaba.

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