Lloré de alivio. Pero la paz duró poco.
Días después, su cuerpo empezó a rechazar el riñón. La infección volvió. Cayó en coma otra vez.
Me quedé a su lado, hablándole, pidiéndole perdón una y otra vez.
Hasta que una mañana, entre los primeros rayos del sol, escuché una voz muy débil:
—Papá…
Despertó.
—Te prometo —le dije— que nunca volverás a estar sola.
Sonrió.
—Vive, papá. Eso es todo lo que siempre quise.
Nos recuperamos juntos por un tiempo. Reíamos, comíamos sopa, veíamos el amanecer. Pero una madrugada, cuando fui a tomar su mano… ya estaba fría.
Lily murió en paz.
Llevé sus cenizas al cementerio donde descansa Laura y mandé grabar:
“A mi hija amada —la que me enseñó lo que realmente significa amar.”
Hoy vivo solo, en la misma casa. Planto rosas rosadas en su honor. Cada mañana, cuando el sol toca sus pétalos, siento su sonrisa.
Trabajo ayudando a niños sin hogar, no por culpa ni redención, sino porque quiero vivir como Lily hubiera querido.
Han pasado diez años más. Tengo el cabello blanco y el corazón más tranquilo.
A veces, cuando el viento sopla entre las rosas, creo escuchar su voz:
—Está bien, papá. Nunca te guardé rencor.
Y entonces levanto la vista al cielo mexicano, dejando que el sol me acaricie, sintiendo —por fin— paz.