Después de la muerte de mi esposa, eché a su hija de casa porque no era de mi sangre — Diez años después, la verdad que salió a la luz me rompió el corazón.

El verdadero colapso llegó semanas después, cuando encontré en sus cajones un paquete de cartas antiguas —cartas escritas a un hombre llamado David. Eran cartas de amor. Y en una de ellas, una frase me heló el alma:

“Para nuestra hija, Lily —que siempre sepa que es amada.”

Nuestra hija.

Lily, la niña que yo había criado, cuidado, a la que enseñé a andar en bicicleta y le contaba cuentos antes de dormir… no era mía.
Me rompí.

Todo el cariño que le había dado se convirtió en rabia y traición. Me refugié en el whisky, destrocé fotos, recuerdos, todo.
Y cuando Lily se acercó a preguntarme por qué no cenaba, exploté.

—¡Haz tus maletas y vete! —grité—. ¡No eres mi hija, eres su error!

Ella no lloró. Solo dejó que las lágrimas cayeran en silencio y cruzó la puerta.
Esa fue la última vez que la vi.

La casa quedó muda. Ya no había risas, solo eco y remordimiento. A quien preguntaba, respondía con frialdad: “Se fue de casa”.
Me convencí de que había hecho lo correcto, pero cada noche escuchaba su llanto en mis sueños y la lluvia golpeando los cristales como si fueran sus pasos.

Pasaron los años.
A los cincuenta y dos, era un hombre viejo y cansado, viviendo entre fantasmas. La espalda me dolía, las manos me temblaban y el corazón latía vacío.

Hasta que un día alguien tocó mi puerta.
Una joven vestida con bata blanca, sosteniendo una tableta. Tenía los mismos ojos que Laura.

—Señor Carter —dijo con voz suave—, vengo a hablarle sobre su hija… Lily.

Leave a Comment