Mientras tanto, Margaret se había mudado—no a otro asilo, sino a un lujoso condominio en Saratoga Springs. Una de las propiedades bajo el Fideicomiso 17B, ahora activado.
En cuanto salió de Poughkeepsie, se reunió con Robert—su viejo amigo y confidente de sus días en contabilidad. Había sido su co-ejecutor silencioso durante años.
—Hiciste bien en mantenerlo en secreto —le dijo él mientras brindaban—. Te habría exprimido si lo hubiera sabido.
—No me arrepiento de haberlo adoptado —dijo ella—. Me arrepiento de no haberle enseñado humildad.
Comenzaron a mover activos discretamente.
Para cuando Andrew descubrió en qué banco estaba el fideicomiso principal, ya se había disuelto en seis más pequeños, cada uno bajo un nombre y administrador diferente. Su nombre no aparecía en ningún lado. Ni en el testamento, ni en los fideicomisos, ni en las directivas de emergencia.
Entonces llegó el peor descubrimiento de todos.
El propio negocio de Andrew—su inmobiliaria—estaba muy endeudado. Había pedido préstamos sobre futuras ganancias, esperando hacerse rico con la venta de la casa de Margaret. Cuando la casa se volvió invendible legalmente, sus préstamos vencieron.
Su línea de crédito fue congelada.
Tara lo dejó, publicando una leyenda dramática en Instagram:
“Algunos usan Gucci. Otros solo fingen ser dueños de la casa.”
En septiembre, Andrew estaba en la ruina.
Peor aún, recibió una carta de una fundación desconocida: El Fondo Whitmore Futuros Silenciosos. Uno de los vehículos filantrópicos de Margaret, ahora activado.
La carta decía: