Era Clara, la organizadora del evento. Tenía el rostro desencajado y un teléfono en la mano. —Señora —dijo, casi sin aliento—… tiene que venir conmigo. Pasó algo… algo que nadie esperaba.
Mi corazón dio un vuelco. Me levanté de golpe, temiendo lo peor, pero sin imaginar lo que estaba por escuchar.
Clara tragó saliva, me miró directamente a los ojos y, con voz temblorosa, soltó la noticia que cambiaría el curso de aquel día por completo…
Y en ese instante, el mundo pareció detenerse.
—El vestido… el nuevo… —balbuceó Clara—. Se rompió.
No entendí de inmediato. —¿Cómo que se rompió?
—La cremallera se reventó por completo cuando intentaron ajustarlo. Y no hay costurera disponible. Ninguna. Estamos llamando a tres talleres de la ciudad y todos están cerrados por ser domingo. Su hija está… está llorando desconsoladamente. Quiere verla.
Por un momento, no supe qué sentir. ¿Compasión? ¿Justicia poética? ¿Dolor? ¿Orgullo herido? Sentí un torbellino de emociones, pero mis pasos comenzaron a moverse antes de que pudiera procesarlas del todo. Seguí a Clara por los pasillos mientras mi mente repetía una frase que me daba miedo admitir: ella me necesita.
Cuando entré de nuevo a la suite nupcial, encontré a mi hija sentada frente al espejo, el rostro rojo, el maquillaje arruinado. El vestido nuevo yacía sobre una silla, hecho un desastre, con la cremallera arrancada y varias cuentas despegadas. El caos absoluto.