—Claro. Te está esperando.
Por primera vez en muchos años, sentí que estábamos actuando como un verdadero equipo.
Esa tarde, Elena vino al apartamento. Lucía corrió a abrazarla y, durante unos segundos, el aire se llenó de esa ternura que yo creí perdida para siempre. Elena la acarició como si quisiera compensar años enteros en un solo gesto.
Preparé té para los tres y nos sentamos en la mesa del pequeño comedor. Lucía hablaba emocionada de sus clases, de una amiga nueva y del dibujo que estaba preparando. Elena la escuchaba con devoción, pero también con un dejo de culpa.
Después de un rato, Elena le dijo:
—Amor, ¿puedes ir a tu cuarto y mostrarnos tu dibujo luego? Papá y yo queremos hablar un momento.
Cuando la puerta se cerró, Elena me miró con gravedad.
—Hablé con mi madre —dijo—. Se defendió, como imaginaba, pero… creo que por primera vez entendió que cruzó un límite.
—¿Aceptó cambiar?
—No exactamente —respondió—, pero aceptó ir a terapia familiar conmigo. Eso ya es un milagro.
Me sorprendió su determinación.
—Miguel, sé que no podemos borrar lo que pasó, pero quiero reparar lo que pueda —añadió.
—Lo haremos juntos.
La conversación avanzó hacia asuntos prácticos: horarios, responsabilidades, cómo repartir tiempos. No era perfecto, pero era un comienzo sólido.
Al final, Elena me miró con una sinceridad profunda.
—Nunca pensé que volverías así… decidido. Antes eras tú quien huía de los conflictos.
Me reí suavemente.