“CUANDO YO CREZCA, VOY A SER TU ESPOSA” Y ÉL SE RIÓ DE MI PROMESA. PERO A LOS 21, VOLVÍ POR ÉL.

Basta. Uno a uno, vecinos que antes solo susurraban, se pusieron de pie. Rostros serios, decididos. El salón entero, antes dividido, ahora estaba unido. San Jacinto había elegido un lado. Silvio miró a su alrededor, la sonrisa vacilante. Los dedos le temblaban sobre el revólver, pero con tantas armas y ojos en su contra, alzó las manos. Despacio.

Se van a arrepentir, dijo con la voz quebrada. Se giró y marchó hacia la puerta. El portazo resonó como trueno. Sus hombres lo siguieron desapareciendo bajo la luz del día. El silencio se mantuvo hasta que el padre carraspeó intentando recuperar la voz. Por el poder que me ha sido concedido, los declaro marido y mujer. Joaquín se inclinó y me besó en la frente. Un beso firme, sin vacilar. Cuando nos separamos, el salón estalló en aplausos.

Botas golpeando el suelo, palmas resonando por las paredes. El hombre solitario de San Jacinto ya no estaba solo. El invierno llegó trayendo noches largas y frías. El viento soplaba desde el norte, colándose por las rendijas y silvando entre las colinas, y la escarcha cubría de brillo los pastos al amanecer. Pero dentro de la casa había calor en cada rincón.

Cerca de la puerta, las botas grandes de Joaquín descansaban junto a las mías más pequeñas. Sobre la chimenea, jarrones con flores secas que había recogido en verano recordaban que aún había belleza, incluso cuando la tierra parecía dormida. La mesa larga, antes muda, ahora siempre estaba ocupada.

Retazos de tela en una esquina, una canasta de pan en la otra, dibujos torcidos en la pared, garabatos que Jesús prometió enseñar a un niño algún día. Se reía llamándose a sí mismo, tío Jesús, y hasta Joaquín, que siempre había sido tan contenido, dejaba escapar sonrisas raras, casi sorprendidas. Yo me sentaba en la mecedora junto al fuego, un chal sobre los hombros.

Mi mano descansaba sobre la curva de mi vientre, donde ya crecía una nueva vida. Joaquín se sentaba a mi lado, un brazo envolviéndome con cuidado, como si aún temiera que pudiera desvanecerme. El fuego chisporroteaba, mi voz llenaba el silencio, la tela se movía entre mis dedos. La casa, antes tan callada, ahora respiraba. Joaquín miró a su alrededor, las flores secas, los dibujos infantiles, nuestras botas lado a lado, yo a su lado.

Su voz salió ronca, casi con asombro. Este es el hogar con el que soñé. El hombre que un día vivió rodeado de silencio, ahora descubría que el hogar no se construye con paredes, sino con voces. El crujir de la leña, el sonido bajo de mi risa, el suave rose de la tela en mis manos, todo componía una música que jamás imaginó escuchar.

Sus ojos recorrieron la habitación, las flores que guardaban el recuerdo del verano, los garabatos que anunciaban el futuro, nuestras botas reposando juntas como testigos mudos de una vida compartida. Su voz volvió a salir apenas un suspiro. Nunca soñé tan alto. Apoyé la cabeza en su hombro y en ese gesto cabía más que el recuerdo de la promesa de la infancia.

Cabía el peso del tiempo, la elección repetida, la certeza de que algunas palabras dichas con pureza, tienen fuerza para atravesar los años. Afuera, el viento rugía contra las ventanas, adentro el fuego seguía encendido. Y entendí, el silencio que antes definía a Joaquín no había desaparecido, solo se había transformado.

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