Cuando una niña con vestido amarillo entra sola en la sede de una multinacional y dice: “Vengo a hacer la entrevista de mi mamá”, nadie imagina lo que está por

Cuando una niña con vestido amarillo entra sola en la sede de una multinacional y dice: “Vengo a hacer la entrevista de mi mamá”, nadie imagina lo que está por

suceder. Lo que parece un gesto inocente revelará una verdad oculta y obligará a un hombre poderoso a enfrentar todo lo que fingió no ver durante años.

Parte del ascensor del edificio corporativo más imponente de la Ciudad de México subía lentamente hacia el piso 35. Cada número que se encendía en el panel digital

parecía marcar el compás de los latidos acelerados del corazón de una pequeña visitante muy especial.

Isabela Morales tenía apenas 8 años, pero cargaba sobre sus diminutos hombros una responsabilidad que haría temblar a cualquier adulto. Su vestido amarillo,

cuidadosamente planchado por sus propias manos la noche anterior, contrastaba dramáticamente con el ambiente frío y corporativo que la rodeaba. En sus brazos, una carpeta de cuero gastado, que parecía

más grande que ella misma, contenía documentos que cambiarían para siempre la vida de muchas personas.

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Cuando las puertas del ascensor se abrieron, el bullicio de la recepción se detuvo como si alguien hubiera presionado el botón de pausa en el control remoto de la

vida. Los empleados, acostumbrados a ver solo ejecutivos en trajes impecables y visitantes importantes, no sabían cómo reaccionar ante aquella diminuta figura que caminaba con una determinación que

desafiaba su edad.

“Disculpe, señorita”, le dijo Isabela a la recepcionista, subiendo a una silla para poder alcanzar el mostrador. “Vengo a hacer la entrevista de trabajo de mi

mamá.”

Carmen, la recepcionista, que llevaba 15 años trabajando en el edificio, parpadeó varias veces antes de poder articular palabra.

—¿Cómo dices, pequeña?

—Mi mamá, Sofía Morales, tenía una entrevista hoy a las 10 de la mañana para el puesto de supervisora de recursos humanos, pero está en el hospital y no puede

venir, así que vine yo en su lugar.

La naturalidad con la que Isabela pronunció estas palabras hizo que varios empleados se acercaran discretamente. Era imposible no sentirse cautivado por aquella

niña que hablaba con la seriedad de un adulto, pero conservaba la dulzura inocente de su edad.

En ese preciso momento, el ascensor ejecutivo se abrió y de él emergió Diego Hernández, de 42 años, CEO de Grupo Empresarial Azteca, una de las corporaciones más

poderosas de México. Con su estura, cabello perfectamente peinado, ojos azules que intimidaban en las juntas de directorio y un traje que costaba más que el salario mensual de muchos mexicanos. Diego

era la definición viviente del éxito empresarial, pero en ese momento, al ver la escena que se desarrollaba en la recepción, algo en su interior se removió de una manera que no había experimentado en

años.

—¿Qué está pasando aquí? —preguntó con su voz autoritaria, aunque sin la dureza habitual.

Isabela se volteó hacia él con esos ojos grandes y expresivos que parecían guardar secretos demasiado profundos para alguien de su edad.

—¿Es usted el jefe? Necesito hablar con usted sobre mi mamá.

Diego sintió como si alguien le hubiera dado un golpe en el estómago. En sus 15 años dirigiendo empresas, había enfrentado crisis financieras, competencia

despiadada y negociaciones millonarias, pero nunca se había sentido tan desarmado como en ese momento, frente a una niña de 8 años que lo miraba con una mezcla de esperanza y determinación.

—Carmen, llévala a mi oficina —ordenó, sorprendiendo a todos los presentes, incluido él mismo.

Mientras caminaban por los pasillos de mármol hacia la oficina principal, Isabela observaba todo con curiosidad, pero sin dejarse intimidar. Sus pequeños zapatos

resonaban contra el suelo pulido, creando un eco que parecía anunciar que algo importante estaba a punto de suceder.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó Diego mientras entraban a su impresionante oficina con vista panorámica a la ciudad.

—Isabela Morales Vega. Mi mamá dice que siempre hay que dar el nombre completo cuando es algo importante y esto es muy importante, señor Hernández.

Diego Hernández se sentó detrás de su escritorio de caoba, pero algo en la presencia de la niña lo hizo levantarse nuevamente y sentarse en uno de los sillones del

área de reuniones informales.

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