Desde el primer día, notó algo extraño: se hablaba poco en casa. Casi ninguna risa. El personal se movía en silencio, como si temiera molestar a una criatura invisible que dormía en algún rincón. Alia se dio cuenta enseguida: esa criatura era el dolor.
Los gemelos, niños de ocho años con ojos grandes y caras tristes idénticas, la evitaban. Siempre se sentaban juntos: en los escalones de la escalera, junto a la ventana, en la biblioteca. Siempre en silencio. Siempre en su pequeño mundo, en silencio.
A veces, Alia notaba que Noah levantaba la vista, como si fuera a preguntar algo, pero enseguida bajaba la mirada. Ethan nunca la miraba a la cara. Observaba el suelo, los estampados de las alfombras, sus manos; todo menos personas.
William Carter aparecía incluso con menos frecuencia que sus risas. Alto, con los hombros encorvados y hoscos, siempre llevaba algo en las manos: un teléfono, documentos, una tableta; cualquier cosa para no sentirse vacío. Su voz era uniforme, tranquila, casi sin vida. Como si no hablara, sino que simplemente dejara salir las palabras para no ahogarse. Aliya sentía que todo había sido destruido hacía tiempo, pero nadie se atrevía a recoger los pedazos.
II. La madrugada que lo cambió todo
Esa mañana, se despertó más temprano de lo habitual. La noche había sido agitada: había soñado con una joven cuyo rostro no podía ver, pero cuyos ojos eran dolorosamente similares a los de las gemelas. El sueño parecía demasiado real para ser solo un producto de su subconsciente.
La cocina estaba en su penumbra habitual. Los enormes ventanales dejaban entrar solo las tenues sombras del amanecer. Aliya encendió la luz, puso la olla al fuego e intentó sacudirse la pesadez del sueño. Pero no se iba.
En algún momento, quiso romper el silencio viscoso que le oprimía el pecho. Sacó un pequeño altavoz de su bolso —viejo, rayado, pero fiel— y abrió una lista de reproducción de música que una vez la había ayudado a superar sus propias dificultades.