Y de repente lo comprendió: la felicidad no reside en el orden perfecto ni en millones.
Reside en esta sencillez. En la calidez de unas manos. En la risa de un niño.
Una semana después, María vino a despedirse.
—Me voy, señor —dijo, sin mirarlo a los ojos—. No… debí haber dormido en el suelo. No es profesional.
Richard guardó silencio.
—¿Adónde vas? —preguntó.
—No lo sé. Quizá vuelva con mi hermana —respondió, con una sonrisa tímida—. Vive lejos, pero… necesita ayuda.
Quiso decir algo. Pero no pudo.
Simplemente asintió.
Cuando la puerta se cerró tras ella, la casa quedó de repente vacía.
El silencio era distinto: denso, vivo. Emma lloraba por las noches. Ethan dejó de sonreír.
Después de unos días, no pudo soportarlo más. Encontró la dirección. Fue él mismo.
La casa de Maryin se alzaba en las afueras del pueblo, modesta y antigua. Ella estaba en el porche, con un delantal y el rostro cansado.
Le entregó un sobre.
«Esto no es limosna».