Ella asintió, sin levantar la vista, y se marchó en silencio.
Richard se quedó solo con los niños. Se arrodilló junto a ellos.
Y de repente se dio cuenta de que no recordaba la última vez que los había visto tan de cerca.
La última vez que los había tenido en brazos. La última vez que los había oído respirar.
No podía recordarlo.
Todo en su vida —el éxito, los negocios, los contratos, las reuniones— de repente le pareció un ruido inútil.
Ante él yacían dos pequeñas criaturas, para quienes el mundo entero estaba en manos de la mujer que cobraba su sueldo.
La idea le dolió.
A la mañana siguiente, María entró en la oficina, lista para escuchar el veredicto.
Pero Richard guardó silencio. La miró fijamente, como si la viera por primera vez.
—¿Cuántos años lleva trabajando con niños? —preguntó finalmente.
—Desde los diecisiete, señor —respondió con calma—. Tenía una hermana. Una menor. La crié mientras mi madre estaba enferma.
Richard asintió.
—¿Y es… feliz?