Me quedé atónito.
Mi esposa no era una indigente.
Era hija de un acaudalado empresario de Chicago, heredera de una prominente familia con varios negocios.
Años antes, tras una disputa por una herencia, había huido de ese mundo de avaricia y conflicto, prefiriendo desaparecer.
Para evitar ser encontrada, había optado por vivir en el anonimato, incluso mendigando.
Las lágrimas corrían por sus mejillas mientras me decía:
> “En ese momento, pensé que no tenía adónde ir. Si no me hubieras ayudado, quizás no estaría viva hoy.”
—