Ella tomó un débil aliento. “No puedo tener hijos, no por mí, sino por ti. El doctor dijo que tú… no puedes. Pero no quería que lo supieras, porque sé cuánto anhelabas un hijo. Pensé que si me quedaba en silencio, no tendrías que sufrir”.
Las palabras de Mariana me atravesaron como un cuchillo. Me quedé helado, sin poder decir nada. Resulta que, durante todos esos años, Mariana había estado sufriendo en silencio, ocultando la verdad para protegerme. Sabía que yo anhelaba un hijo, pero en lugar de culparme o dejarme, ella eligió quedarse, sacrificándose para que yo no tuviera que enfrentar la cruel verdad.
“Entonces… ¿el bebé de Sofía?”, tartamudeé, con la mente dando vueltas.
Mariana me miró, con los ojos llenos de perdón. “No lo sé. Pero eres feliz, y eso es lo que siempre quise”.
Le tomé la mano, mis lágrimas cayeron sin control. La abandoné, a la mujer que me amó incondicionalmente, para perseguir un espejismo. El hijo que pensé que era mío ahora se convirtió en una gran incógnita, pero lo que más me dolía era el silencioso sacrificio de Mariana. Ella eligió protegerme, incluso cuando le di la espalda.
Mariana falleció unas semanas después. No tuve la oportunidad de pedirle perdón, de compensar el dolor que le causé. De pie frente a su tumba, me di cuenta de que la verdadera felicidad no estaba en lo que perseguía, sino en el amor genuino que había perdido sin darme cuenta. Esa tardía verdad me enseñó que, a veces, lo más valioso es la persona que está a nuestro lado en silencio, aunque no lo merezcamos.