En ese momento, sonó el timbre. Aparecieron dos policías, acompañados por George.
«Señora Herrera», dijo uno de los agentes, «recibimos su llamada de emergencia».
Steven y Jessica intercambiaron una mirada de puro terror. El falso doctor intentó escabullirse, pero George lo detuvo.
«Doctor Evans, ¿o debería decir… señor? Porque usted no es doctor, ¿verdad?».
El hombre se derrumbó en una silla. «Me pagaron 5.000 dólares por firmar unos papeles. No sabía que fuera ilegal».
«¿Cinco mil dólares por declararme incompetente?», pregunté. «¿Ese es el precio de mi libertad?».
La policía empezó a tomar declaraciones mientras George me explicaba que todo esto era una operación controlada desde la muerte de Arthur.
«Su marido anticipó cada uno de sus movimientos», me dijo mientras los agentes se llevaban al falso doctor. «Sabía que intentarían actuar rápido antes de que usted reaccionara. Por eso preparó todas estas pruebas y procedimientos».
Steven y Jessica no fueron arrestados ese día, pero la policía les advirtió que estaban siendo investigados. Cuando por fin se fueron, mi casa quedó en silencio por primera vez en semanas. Me senté en mi sillón favorito —aquel donde Arthur y yo veíamos la televisión juntos— y lloré. Pero ya no eran lágrimas de pena. Eran lágrimas de liberación.
Por primera vez desde la muerte de mi marido, me sentía verdaderamente libre.