—“Yo… yo pensaba… criarle como si fuera nuestro… amarlo como hijo tuyo… esperaba que nunca lo supieras…” —dijo Marisol, llorando desconsolada.
Alejandro se levantó, incapaz de mirarla. El amor y el dolor lo destrozaban por dentro. Él la amaba, sí, pero la traición era demasiado grande. ¿Podría criar al hijo de otro? ¿Podría perdonarla y vivir como si nada?
Esa noche Alejandro no durmió. Días después, Marisol intentaba cuidar de él, cocinar, hablar, pero él la evitaba. Su silencio la mataba poco a poco. Finalmente, un amanecer, Alejandro la miró y dijo:
—“No sé si pueda perdonarte. No sé si este matrimonio tenga futuro. Pero aún te amo. Y por eso… no voy a dejarte. Necesito tiempo. Necesito pruebas de que de verdad quieres recomponer todo esto.”
Marisol, con lágrimas de alivio, le juró:
—“Haré todo lo que sea necesario. Te lo demostraré cada día. Nunca más te fallaré.”
Alejandro, sin embargo, seguía con el alma desgarrada. Sabía que el camino sería duro, que la herida jamás cerraría del todo. El matrimonio que había soñado perfecto ahora era como un barco con una grieta enorme: podían remar juntos para repararlo… o hundirse lentamente en la desconfianza.
Alejandro miró por la ventana. El sol se alzaba sobre la ciudad. Un nuevo día comenzaba, lleno de dudas, de miedos… pero también de una pequeña chispa de esperanza.