Cuando me casé con mi marido, Nathan tenía seis años. Su madre se había ido dos años antes. Mi marido estaba sumido en el duelo, trabajando en dos empleos, apenas capaz de mantenerse en pie. Así que intervine porque aquel niño necesitaba a alguien que estuviera. Estuve para las rodillas raspadas, las tareas olvidadas en la escuela, las fiebres nocturnas y los corazones rotos del instituto.

«Lo sé,» respondí, conteniendo las lágrimas. «Pero estoy aquí de verdad.»

Golpeó la puerta, pero a la mañana siguiente encontré una nota de disculpa bajo mi puerta, escrita con torpeza.

Después de eso, nunca volvimos a hablar del asunto, pero algo cambió. Reconocimos lo que significábamos uno para el otro: una conexión no de sangre, sino de un compromiso diario sin necesidad de explicaciones.

Cuando Richard falleció inesperadamente por un derrame cerebral hace cinco años, nuestro mundo se desmoronó. Tenía solo 53 años.

Nathan se preparaba para ingresar a la universidad. Jamás olvidaré su expresión al recibir la noticia.

«¿Y ahora qué?» preguntó suavemente, con esa voz que recuerdo desde la primera vez. Quería saber si yo seguiría ahí, si aún formaba parte de su familia.

«Vamos a descubrirlo juntos,» le dije mientras le apretaba la mano. «Nada cambia entre nosotros.»

Y realmente nada cambió. Lo apoyé en su duelo mientras atravesaba el mío.

Me encargué de pagar su inscripción universitaria, asistí a su graduación y le ayudé a comprar ropa cuando consiguió su primer empleo.

Hice todo lo que Richard habría hecho por su hijo.

En el día de la graduación, Nathan me entregó una caja pequeña de terciopelo. Dentro había un collar de plata con un colgante grabado con la palabra “Fuerza”.

«Nunca intentaste reemplazar a nadie,» dijo con lágrimas en los ojos. «Solo seguiste amándome.»

Desde entonces llevo ese collar todos los días, incluso el día de su boda.

La ceremonia se celebró en un viñedo encantador, rodeado de flores blancas y luces perfectas. Llegué temprano, en silencio y sin causar revuelo. Vestía mi mejor vestido y el collar de Nathan.

En mi bolso llevaba una caja con gemelos de plata grabados: «El niño que crié. El hombre que admiro.»

Mientras admiraba la decoración floral, Melissa se acercó.

Conocía a la novia de Nathan: una mujer hermosa y exitosa; higienista dental, con una familia perfecta — padres juntos desde hace treinta años, tres hermanos cerca y comidas familiares los domingos.

«Victoria,» dijo mientras me lanzaba un beso al aire cerca de la mejilla, «estás radiante.»

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