Cuando Daniel Mercer llegó a su casa ese viernes por la noche, el sol aún estaba bajo, rozando los tejados del tranquilo suburbio de Oregón. Había salido temprano del trabajo, con la esperanza de sorprender a sus padres con una cena. Pero al bajar del coche, el leve ruido sordo de cajas de cartón y voces apagadas se oyeron desde el interior de su casa.
Al principio, pensó que quizá su hermano Aaron había pasado por allí. Pero al abrir la puerta principal, Daniel se quedó paralizado. Su madre estaba en la sala, doblando cuidadosamente sus camisas en una caja con la etiqueta “Dormitorio”. Su padre, con las mangas arremangadas, estaba desatornillando el soporte del televisor.
“¿Qué… qué pasa aquí?”, preguntó Daniel con voz apenas firme.
“¡Ay, cariño!”, exclamó su madre, sobresaltada pero no avergonzada. “Llegaste temprano a casa. Solo te estábamos ayudando a empacar algunas cosas para la mudanza”.
“¿La mudanza?”, repitió Daniel.
Aaron apareció desde el pasillo, abrazando a su esposa, Claire, visiblemente embarazada. —Sí, hermano. Mamá y papá pensaron que sería más fácil si todos aportábamos. Claire necesita espacio, y tú no usas todo este espacio. Ya tienes ese pequeño apartamento reservado, ¿verdad?
Daniel parpadeó. —¿Qué apartamento?