Epílogo. La sombra que nunca regresó
Pasó un año. En una pequeña casa a las afueras de la ciudad, se abría una ventana que daba a la habitación del bebé: en los estantes había libros con títulos como “Para los que regresan” y “Pequeñas historias de gran coraje”. Valentina remendaba el bolsillo de un vestido de bebé, y su madre la ayudaba a atar una manta de retazos. Los vecinos llevaban flores, los amigos herramientas de jardinería. La vida era tranquila, pero real.
Boris se fue de la ciudad. Dijeron que había encontrado otro trabajo en otra región; no en la misma posición, pero con lo suficiente para vivir. A veces llamaba a la madre de Valentina para preguntarle por noticias, para saber cómo estaba. Le respondían con inexpresividad: “Valya está viva, recibiendo tratamiento, ayudando a los demás”. Y él lo escuchaba como si fuera una sentencia de muerte.
Nadie dijo: “Gané”, ni nadie lo celebró. Valentina no levantó la copa de la venganza. Su victoria residía en otra parte: en el hecho de que podía volver a serlo.
Respirar profundamente, sentir el sol y compartir su calor. Boris perdió y nunca lo recuperó; pagó por su decisión. Fue duro, pero justo: no un castigo por un pecado, sino una consecuencia de la libertad que eligió para su debilidad.
Empezó a vivir con valores diferentes: amor por sí misma, por sus hijos, por quienes la rodeaban. Y no hay lugar en este mundo para quienes una vez arruinaron vidas por placer.
Un pequeño dibujo colgaba en la ventana de la habitación del bebé: una sonrisa, una casa y la inscripción: «Mamá es fuerte». Y esta inscripción era para todos: silenciosa, pero definitiva.