Manuel sintió un vuelco en el estómago. Aquello no era un simple objeto olvidado: era evidencia de que la niña estaba viviendo algo terrible. ¿Dinero para que “no se enoje” quién? ¿Y la llave? ¿Era de su casa? ¿De un cajón? ¿De una habitación?
Pensó en llamar a la policía, pero algo lo detuvo. No tenía suficiente información, y un movimiento precipitado podría poner a Lucía en peligro. Además, ese mensaje de advertencia mostraba que alguien no quería que él se involucrara.
A la mañana siguiente, Manuel tomó una decisión: hablaría con Lucía. No directamente —no quería asustarla—, pero sí de manera que ella supiera que podía confiar en él.
Al recogerla, notó que llevaba el mismo suéter del día anterior. En cuanto subió, él le dedicó una sonrisa suave.
—Buenos días, Lucía —dijo con voz calmada.
Ella apenas levantó la mirada. Sus manos temblaban ligeramente mientras apretaba su mochila contra el pecho.
Durante el trayecto, Manuel observó por el espejo que la niña se inclinaba como siempre hacia la ventana. Y entonces lo vio: un moretón en la muñeca, apenas visible bajo la manga.
El corazón se le encogió.