Yo encontré un recibo, $85 en golosinas más 50 en Crower. La desigualdad me asfixiaba, pero me repetía que algún día valdría la pena. Lo único que me mantenía acuerdo era saber que el Charger me esperaba en aquel depósito. Tras graduarme, me largué de esa casa y me mudé a un pequeño estudio en Naxwell. Fue ahí donde mi mejor amigo de la infancia, Adrián, demostró ser un verdadero hermano. Llegó con su vieja camioneta Ford, una nevera llena de bebidas y cero preguntas.
“Aí por fin te escapas del circo familiar”, dijo mientras cargaba cajas. Ya era hora. Adrián es mecánico y siempre tiene opinión para todo. Somos amigos desde secundaria, unidos por las clases de taller y el odio compartido a la gente pretenciosa. Mientras otros se preocupaban por citas, nosotros aprendíamos a reconstruir motores. “¿Tus padres saben que te vas?”, preguntó cargando mi triste sofá. Se enterarán cuando deje de pagarles renta. Respondí salvaje. Me gusta. Me ayudó a subir el colchón por tres pisos porque el ascensor no funcionaba sin quejarse ni una vez.
Cuando terminamos abrió dos cervezas y dijo, “Es diminuto, pero al menos es tuyo.” Así es, Adrián, brutalmente honesto, pero leal. Empecé como soldador principiante en un taller. Largas horas, cenas congeladas y pura determinación. Adrián pasaba a visitarme tras su turno en el taller trayendo comida para llevar y anécdotas absurdas. Hoy entró un tipo jurando que su coche hacía ruido porque el gobierno lo espiaba. La verdad, el tubo de escape estaba sostenido con cinta adhesiva. Una noche entre cervezas le conté del charger.
Tienes un RT del 69 pudriéndose en un depósito. Casi se atraganta. Eso es como esconder un unicornio en un armario. No puedo trabajarlo en el estacionamiento del edificio. Dije, “Cierto, pero el día que tengas un lugar, vamos a sacarlo de ahí y hacerlo rugir.” Mientras tanto, Matías se graduaba en comunicaciones y se mudaba de nuevo a casa. Pasaba los días jugando Call of Duty y hablando de sus supuestos proyectos emprendedores, mientras mis padres seguían financiando por completo su vida cuando por fin consiguió un empleo en una firma de marketing.
Le organizaron una cena de celebración en Longorn Stack House. En cambio, cuando me ascendieron a jefe de soldadura después de 2 años de jornadas de 60 horas semanales y de aprender técnicas especializadas en soldadura TG, me llevaron a plebés y durante toda la comida no dejaron de hablar de los orgullosos que estaban de Matías por haber encontrado su verdadera pasión. Tiempo después, Matías comenzó a salir con Camila, una chica amable, sí, pero que jamás había mantenido un trabajo por más de 6 meses y para quién hacer un presupuesto parecía un idioma extranjero.
Aún así, mis padres la recibieron como si fuera de la realeza. La boda fue un evento lujoso, con un costo superior al precio de mi primera camioneta. ¿Quién pagó todo? Mis padres, desde las flores hasta la barra libre. Después de casarse, Matías y Camila se mudaron a una casa que, por supuesto, también fue posible gracias a la ayuda económica de mis padres. Lo llamaron una inversión para el futuro de la familia. Con el tiempo llegaron los niños, primero Adrián Jr., luego Valeria y finalmente la pequeña Sofía.