Había pensado que, si mi amor era sincero y mis cuidados constantes, un día él volvería a quererme. Pero ahora entendía que hay heridas y amores imposibles de reemplazar. Yo solo era una huésped temporal en una casa cuyo corazón estaba sellado para siempre en el ayer.
Esa noche regresé a mi cuarto, enterré la cara en la almohada y lloré hasta quedarme sin lágrimas. Ya no estaba enojada con él, solo me dolía por mí misma: una mujer que había entregado su juventud a un corazón que nunca tuvo lugar para ella.
Los días siguientes seguí cumpliendo con mis deberes: cocinar, lavar, limpiar. Pero ya no esperaba abrazos ni palabras de cariño. Solo vivía en silencio, observando, preparando mi decisión.
Una mañana, puse los papeles del divorcio sobre la mesa, en el lugar donde él tomaba café. Cuando los tomó, me miró sorprendido. Yo sonreí, débil pero decidida:
—Cariño, ya lo entendí… No debo intentar retener un corazón que nunca me perteneció. Me voy, para que puedas vivir en tu mundo sin ataduras.
Él guardó silencio largo rato, con la mano temblando y los ojos enrojecidos. Pero al final, no dijo nada para detenerme.
El día que dejé esa casa, llevaba un equipaje ligero, pero un corazón pesado. Pesado de amor, de pena, de nostalgia… y, al mismo tiempo, más libre, porque sabía que había tomado la decisión correcta: liberar a los dos.
En el nuevo camino, me prometí vivir de otra manera. Una vida en la que mi corazón no tendría que esconderse detrás de ninguna sombra. Aprendería a amarme, y a esperar —si llegaba el momento— un amor verdadero, uno solo para mí, sin compartirlo con recuerdos ni fantasmas.
Y esta vez… juré que nunca más volvería a perderme a mí misma.