Ahora, cada vez que cambiaban las sábanas, lo hacían juntos, entre risas y conversaciones.
Ya no había lágrimas silenciosas,

solo el aroma del detergente, la luz del sol entrando por la ventana
y dos almas que habían aprendido a reencontrarse.
En un mundo tan ruidoso, a veces lo que más se necesita no son palabras dulces,
sino la verdadera presencia del otro.
Y Ethan lo entendió:
el amor no muere por la distancia,
solo muere cuando uno deja de querer regresar.