Ella se sobresaltó y sonrió con dulzura:
—¿Volviste tan pronto? ¿Pasa algo?
Ethan escondió el rostro en su hombro, su voz temblaba:
—Nada… solo que, a partir de ahora, no haré más viajes de negocios.
Me quedo en casa.
Ella se giró, con los ojos húmedos y sorprendidos:
—¿Qué dijiste? ¿Estás bien?
Él sonrió, aunque las lágrimas seguían corriendo por sus mejillas:
—Estoy bien… y lo siento por no haber entendido antes
que tú eras quien mantenía todo en pie.
Desde aquel día, Ethan redujo al mínimo sus viajes.
Pasaba más tiempo en casa, ayudando a su esposa, cuidando el jardín, cocinando la cena.
Cada noche, al acostarse, tomaba la mano de Lily y sentía el calor real —ese calor que había olvidado—.
Ahora, cada vez que cambiaban las sábanas, lo hacían juntos, entre risas y conversaciones.
Ya no había lágrimas silenciosas,
solo el aroma del detergente, la luz del sol entrando por la ventana
y dos almas que habían aprendido a reencontrarse.
En un mundo tan ruidoso, a veces lo que más se necesita no son palabras dulces,
sino la verdadera presencia del otro.
Y Ethan lo entendió:
el amor no muere por la distancia,
solo muere cuando uno deja de querer regresar.