A las diez, Laura entró al baño como siempre. Se escuchó la cerradura, luego la ducha. Después de unos diez minutos, el agua se apagó. Carmen se incorporó en la butaca. No oyó la puerta, ni el ruido de la toalla, ni nada que indicara que la ducha había terminado. Solo silencio.
Miró el reloj: 22:18.
Se levantó y caminó por el pasillo, descalza. Se detuvo frente a la puerta del baño, conteniendo la respiración. Del otro lado, nada: ni agua, ni música, ni el típico golpe de frascos de champú.
—¿Laura? —llamó en voz baja.
Silencio.
El corazón le latía en los oídos. Apoyó la oreja contra la madera fría. Entonces oyó algo: un murmullo ahogado, como sollozos contenidos… y otra cosa. Un golpecito rítmico, metálico, contra el lavabo.
—Laura, ¿estás bien? —preguntó, esta vez más alto.
El murmullo se detuvo. El golpeteo también. Unos segundos después, una voz le llegó amortiguada:
—Sí, sí… ya salgo.
Pero no sonaba a “ya salgo”. Sonaba a miedo.