Tras los votos, el tintineo de las copas de champán y un divertidísimo discurso de padrino pronunciado por Caleb, amigo de la infancia de Rylan, las luces se atenuaron y la música se suavizó. El DJ anunció el baile madre-hijo.
Bueno, esto fue delicado. Mi tía Marie, la madre de Rylan, falleció cuando él tenía doce años. Fue repentino: un aneurisma. Sin previo aviso. Un día estaba allí y al siguiente, se había ido. Devastó a la familia, especialmente a Rylan.
Desde entonces, mi mamá —su tía, Clarissa— se convirtió en una especie de madre para él. Siempre estuvo ahí: en cada cumpleaños, en cada obra de teatro, en cada desamor. Nunca intentó reemplazar a su madre, sino que le dio un apoyo firme. Incondicional. Cariñosa. Presente.
Y el día de su boda, la eligió para ese baile.
No lo supe hasta que lo vi caminar por el suelo.

Se movía despacio, con paso decidido, por la pista de baile de madera con su esmoquin negro. Mi madre estaba sentada en un rincón, vestida elegantemente con un vestido negro vaporoso. Se había quitado los zapatos —siempre se le hinchaban los pies en los eventos— y sus ojos ya brillaban de lágrimas.
Cuando Rylan se inclinó, tomó su mano y la llevó silenciosamente al centro de la habitación, la charla se detuvo.
Él la ayudó a ponerse de pie, sólo por un momento, y la sostuvo mientras la música comenzó a sonar.
“Estarás en mi corazón” de Phil Collins.