—¿Cómo tienes eso? —pregunté, temblando.
—Porque yo estaba allí, ese día —dijo él.
Levantó la mirada, y por primera vez vi en sus ojos algo que nunca antes había visto: culpa.
—Yo era el residente que firmó tu diagnóstico. Fui quien recomendó la cirugía que… cambió tu vida.
Sentí que el suelo desaparecía bajo mis pies.
—¿Qué… qué estás diciendo?
—Cometí un error, Ananya. Un error en el laboratorio. Tus resultados se mezclaron con los de otra paciente. Tú… nunca fuiste estéril.
El silencio se volvió insoportable.
—Busqué durante años la forma de encontrarte —continuó él, con la voz quebrada—. Cuando vi tu nombre en la oficina, supe que era el destino dándome una segunda oportunidad para reparar lo que te hice.
Las lágrimas me nublaron la vista. La caja cayó al suelo.
Y entonces, mientras él intentaba acercarse, yo di un paso atrás.
—¿Y todo esto? ¿Nuestra boda… era solo tu forma de redimirte?
Kabir guardó silencio. Solo entonces entendí que su amor, tan perfecto, tan paciente, había nacido de la culpa más que del deseo.
Esa noche, mientras la shehnai aún sonaba débilmente desde la calle, comprendí que no todos los milagros llegan por amor divino.
Algunos llegan envueltos en errores humanos… y en verdades que jamás deberían haberse revelado.