Apenas unos minutos antes de que llegaran nuestros invitados, mi esposo me miró de arriba abajo con desprecio y me llamó “cerda gorda”. Contuve las palabras en mi garganta… pero lo que hice después lo dejó completamente sin habla.

—¿Quieres divorciarte? —preguntó finalmente.

La palabra flotó entre nosotros como una bomba sin detonar. Yo respiré hondo.
No quería responder impulsivamente.

—Quiero respeto —dije—. Y no veo ese respeto en ti desde hace mucho tiempo.
—No exageres —replicó—. Todos decimos cosas sin pensar.

—No —respondí sin elevar la voz—. No todos humillan a su pareja delante de otros. No todos necesitan sentirse superiores para existir. Ese es tu patrón, no algo “normal”.

Él se quedó callado, y en ese silencio noté algo que nunca había visto en él: miedo. Pero no miedo de perderme… sino miedo de perder el control.

—Voy a pasar unas semanas fuera —continué—. Necesito espacio para decidir lo que quiero. Me iré mañana.

—¿Cómo que mañana? ¡No puedes hacer eso!

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