Cinco minutos antes de que llegaran nuestros invitados, mientras yo ajustaba la última vela sobre la mesa, sentí la mirada de mi esposo clavarse en mí como un alfiler frío. Me giré, esperando un comentario sobre el vino, la comida o el orden del salón. Pero lo que salió de su boca fue un susurro venenoso que todavía me quema en la memoria.
—Mírate… pareces una cerda gorda. —dijo con una sonrisa torcida, examinándome de arriba abajo.
Me quedé paralizada. Sentí cómo el aire se volvía espeso, cómo la vergüenza me subía por la garganta como una masa caliente. Un instante antes yo me había sentido hermosa: llevaba un vestido verde oscuro que había comprado con ilusión, me había arreglado el cabello con cuidado, había preparado la cena perfecta para celebrar los diez años de amistad con Marta y Julián. Pero sus palabras lo derrumbaron todo.
Tragué saliva. Mi primer impulso fue gritarle, exigirle respeto, romperle en la cara todos los años de silencios tragados. Pero algo dentro de mí se detuvo. No valía la pena discutir con un hombre que ya no me veía, que ya no me escuchaba, que había convertido la crítica cruel en su forma cotidiana de hablarme.
Respiré hondo. No dije nada.