Apenas había salido del funeral de mi esposo cuando me vi arrastrada a otra tragedia. En el primer cumpleaños de mi sobrino, mi hermana se levantó de repente, con una sonrisa segura, y declaró: ‘Mi hijo es hijo de tu marido.’ La habitación entera contuvo el aliento. Luego añadió, con una frialdad calculada: ‘Así que, según la herencia, me corresponde la mitad de tu casa de 800.000 euros.’ El corazón se me encogió: el duelo aún fresco… y ahora la traición de mi propia sangre. Y lo que vino después fue aún más inesperado.

Mi abogado frunció el ceño.
—Si su hijo realmente es hijo biológico de tu marido, ella tendría derecho a reclamar parte de la herencia… pero para que eso sea reconocido legalmente, es imprescindible una prueba de paternidad. Sin eso, no puede hacer absolutamente nada.

Esa frase me devolvió un hilo de esperanza, aunque la idea de someter el cuerpo de mi esposo fallecido a pruebas me revolvía el estómago.

—¿Y si ella se niega a hacer la prueba? —pregunté.
—Entonces, su reclamo no tiene validez. Y si insiste, podemos contrademandar por calumnias.

Respiré hondo. Por primera vez desde el día anterior, sentí una pequeña chispa de control. Pero sabía que la conversación con Clara sería otra batalla.

Cuando llegué a casa de mis padres esa tarde, el ambiente estaba cargado de tensión. Mi madre no había dejado de llorar desde el cumpleaños, repitiendo que esto iba a destruir la familia. Clara estaba sentada en la mesa, con su hijo durmiendo en el cochecito, y con una actitud defensiva, casi desafiante.

—Tenemos que hablar —le dije.

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