Tus mentiras, tus planes, lo he visto todo. Un silencio se extendió por la línea, pesado y opresivo. Entonces, en un susurro tembloroso, dijo: «¿De qué estás hablando? Anna, por favor».
—No te hagas la inocente —espetó Anna, con la ira ardiendo como un reguero de pólvora—. Sé de tu aventura, del préstamo que intentaste sacar a mi nombre, de los documentos que robaste, sé que me has estado drogando. ¿Drogarte? —La voz de Hans se quebró, su pánico era palpable.
Anna, jamás te haría daño, te amo. ¿Amor? La risa de Anna era amarga, cargada de dolor y traición. ¿A esto le llamas amor? Me has estado envenenando, robando, planeando arruinarme.
Voy a solicitar el divorcio, Hans, y me aseguraré de que pagues por lo que has hecho. Colgó la llamada con las manos temblorosas, pero con la determinación firme, con una llama encendida en su interior. Más tarde esa noche, Friedrich le envió un correo electrónico explosivo: mensajes interceptados entre Hans y Lina, una compañera de su bufete.
La correspondencia era descarada, una ventana escalofriante a la duplicidad de Hans. Detalló su plan para vaciar los ahorros de Anna, conseguir un préstamo fraudulento y huir con Lina a una nueva vida en España. Se burló de Anna, llamándola despistada, un peón en su juego, mientras Lina exigía generosas recompensas: un elegante deportivo y un ático en pleno centro de Madrid.
Hans le aseguró: «Pronto, querida, lo tendremos todo. Anna es prácticamente nuestra». Sus palabras le quemaron el corazón; la traición y la humillación luchaban en su interior.
Leyó los mensajes una y otra vez, cada uno una herida nueva, hasta que Clara le arrancó con cuidado el teléfono de las manos. «Eres más fuerte que esto», susurró Clara, abrazándola con fuerza. «Superarás esto, ya lo eres…».
Anna hundió el rostro en el hombro de Clara, con lágrimas corriendo por sus mejillas mientras lamentaba la vida que creía tener, el amor que creía real. Pero bajo el dolor, una punzada de alivio la invadió. Ahora sabía la verdad, y el conocimiento era poder.
Durante las siguientes semanas, Anna se dedicó a reconstruir su vida. Trabajó incansablemente y consiguió un ascenso que le devolvió la confianza y le recordó su propia fuerza.
Viajó sola a Praga, recorriendo sus calles adoquinadas y dibujando en tranquilos cafés, redescubriendo su amor por el arte.
En Viena, se perdió en museos; la grandeza del pasado aliviaba su alma herida.
Reavivó amistades, organizando cenas con viejos amigos de la universidad; sus risas eran un bálsamo para su espíritu. Hans se desvaneció en un amargo recuerdo, un capítulo oscuro que estaba decidida a cerrar.
Un fresco día de otoño, mientras las hojas se arremolinaban en una bulliciosa calle de Berlín, Anna lo vio.
Hans estaba afuera de un café, con el rostro demacrado y la postura encorvada, una sombra del hombre que una vez amó. Sus miradas se cruzaron; la suya estaba llena de arrepentimiento y una súplica silenciosa.
Pero Anna siguió caminando, con paso ligero y la frente en alto. No miró atrás. Le esperaba un futuro incierto, pero suyo, libre de las cadenas de la traición.