—Gracias a ti —respondió Beatriz, y no exageraba.
Regresó a casa con la rosa en la mano y el corazón lleno de un orgullo nuevo: el de haber aprendido tarde, sí, pero a tiempo.
Esa noche, antes de dormir, se detuvo frente al espejo y tocó su propio pecho, recordando el ángel extraviado y recobrado. Se dio permiso de llorar una última vez por lo perdido y, sobre todo, de celebrar lo hallado. Ya no era una viuda rica sola en un mausoleo hermoso. Era abuela, madre, amiga, aliada.
En la colonia Doctores, Alin cerró los ojos acariciando el dije. No sabía de certezas absolutas ni de teologías complejas, pero estaba convencida de algo: hay objetos que guardan rutas. Hay símbolos que insisten. Y hay familias que se construyen con piezas que parecían no encajar.
—Buenas noches, mamá Clara —susurró.
—Buenas noches, mi amor.
—Buenas noches, mamá Marce.
—Buenas noches, corazón.
—Buenas noches, abuela Betty.
—Buenas noches, mi niña noble.
La casa respiró. Afuera, la ciudad siguió con sus ruidos y sus luces. Adentro, cuatro mujeres compartieron el mismo sueño de un jardín donde el ángel de plata, con su ala rota, no era señal de pérdida sino de vuelo posible. Y, quizá por primera vez desde hacía mucho, todas durmieron sin miedo a despertarse. Porque lo que habían encontrado juntas no se perdía con la luz del día. Se cuidaba. Se alimentaba. Se vivía.