
Sus ojos, de un azul pálido y acuoso, parpadearon sobre el rostro de Catalina y luego se detuvieron. Fue un momento extraño. El ruido bullicioso del restaurante pareció desvanecerse en un zumbido bajo. Los ojos de Remedios Vázquez de Herrera, ya no distantes, se agudizaron con una intensidad que hizo que Catalina contuviera la respiración. La anciana se inclinó ligeramente hacia delante, sus manos perfectamente cuidadas agarrando el borde de la mesa de Caoba, sus labios separados, pero no salía ningún sonido.
“¿Señora?”, preguntó Catalina, un escalofrío de inquietud cosquilleando su piel. Estaba acostumbrada a ser ignorada, no examinada como un artefacto de museo. Maximiliano finalmente levantó la vista molesto por la interrupción. “Madre, ¿qué pasa? Necesitamos ir a la reunión de la junta. Pero Remedios no lo escuchó. Su atención estaba completamente en Catalina. Vio el cabello castaño oscuro que caía sobre su frente, la curva de su mandíbula, el pequeño lunar casi imperceptible justo debajo de su oreja izquierda. Pero fueron los ojos los que la mantuvieron cautiva.
Eran de una avellana profundo y vibrante, salpicado de oro y verde. El tipo de ojos que parecían contener bosques enteros dentro de ellos eran los ojos de su hija, Soledad. El nombre era un fantasma en los labios de remedios, un sonido tan tenue que Catalina casi no lo escuchó. Antes de que Catalina pudiera reaccionar, la mano de remedios se extendió sobre la mesa con sorprendente velocidad. Sus dedos, fríos y sorprendentemente fuertes, se cerraron alrededor de la muñeca de Catalina.
El toque fue como una descarga eléctrica. “Tú, susurró Remedios, su voz temblando con una mezcla de incredulidad y esperanza feroz. Tienes los ojos de mi hija. La declaración se suspendió en el aire. Una afirmación extraña e imposible. Los clientes en las mesas cercanas se volvieron a mirar. Catalina se quedó inmóvil, la jarra de agua en su otra mano, sintiéndose de repente imposiblemente pesada. Trató retirar su brazo, pero el agarre de la anciana era como hierro. “Madre, ¿qué estás haciendo?” La voz de Maximiliano era cortante.
Suelta la chica. Estás montando una escena. Se levantó de su asiento su presencia imponente proyectando una sombra sobre la mesa. Pero cuando miró desde el rostro frenético de su madre hasta el de la mesera conmocionada, algo en él cambió. Por primera vez realmente miró a la chica. Vio los ojos de los que hablaba su madre, vio la forma familiar del rostro. Y un recuerdo encerrado durante 25 años se liberó. Un recuerdo de su hermana Soledad riendo en el jardín, sus ojos avellana brillando con una rebeldía que nunca pudo entender.
La sangre se drenó de su rostro. Las paredes cuidadosamente construidas que había levantado alrededor de su corazón durante un cuarto de siglo comenzaron a desmoronarse. El pasado no estaba muerto, estaba parado justo frente a él, vestido con uniforme de mesera. Soledad hizo eco el susurro de su madre, pero el suyo estaba lleno de una emoción diferente, no esperanza, sino una culpa profunda y cavernosa. Su respiración se entrecortó. Su mano fue a su pecho agarrando la tela cara de su traje.