A ver si sobreviven sin nosotros”, rieron los hijos – pero el anciano escondía herencia millonaria…-DIUY

Aquella noche sellamos un pacto silencioso. Seríamos familia para siempre, pase lo que pase. Nos cuidaríamos mutuamente en la salud y en la enfermedad, en la alegría y en la tristeza. Hasta el final de nuestros días pasaron los años y la vida continuó su curso natural. Beatriz y Ernesto envejecieron con dignidad, rodeados del amor de su hija, de su nieto y de mí. Nunca volvieron a ver a Fernando Carlos o Patricia, quienes siguieron sus vidas en la ciudad.

avergonzados del pasado. A veces me preguntaba si sentirían remordimiento por lo que hicieron, pero después dejé de importarme. Su castigo era vivir con la culpa y con la certeza de que habían perdido algo invaluable por codicia. Lucía convirtió la finca en un negocio próspero. Vendía verduras orgánicas en el mercado del pueblo. Sus mermeladas caseras eran famosas en toda la región. Incluso empezó a dar talleres de agricultura sostenible para jóvenes del pueblo. Mateo creció sano y fuerte. Estudió agronomía en la universidad, pero siempre volvía a casa cada fin de semana.

Yo me jubilé del hospital a los 65 años y dediqué mi tiempo completo a cuidar de Beatriz y Ernesto, cuya salud empezaba a declinar. Fueron años dulces llenos de pequeños momentos preciosos, desayunos en el porche viendo el amanecer, tardes de conversación bajo el mango, noches de cuentos para Mateo, cenas tranquilas donde el simple hecho de estar juntos era suficiente. Ernesto falleció primero a los 89 años. Fue una mañana de primavera. El sol entraba por la ventana de su habitación y las aves cantaban afuera.

Estábamos todos con él. Beatriz le sostenía una mano, lucía la otra. Yo estaba a los pies de la cama y Mateo junto a su abuela, Ernesto nos miró uno por uno con esos ojos sabios que habían visto tanto. Gracias, dijo con voz débil pero clara. Gracias por hacer de mis últimos años los más felices. Beatriz le acarició la frente llorando en silencio. Nos vemos pronto. Mi amor, le susurró. Ernesto sonrió, cerró los ojos y se fue en paz.

Su funeral fue sencillo pero emotivo. Medio pueblo asistió porque en esos años se había ganado el respeto y el cariño de todos. Lo enterramos en el pequeño cementerio junto a la iglesia bajo un árbol que él mismo había plantado años atrás. Beatriz resistió se meses más. La tristeza de perder a su compañero de vida la consumió lentamente a pesar de nuestros esfuerzos por mantenerla animada. Una noche de otoño, mientras dormía, simplemente dejó de respirar. Fue como si hubiera decidido que ya era hora de reunirse con su amado.

Su funeral fue igual de emotivo. La enterramos junto a Ernesto, porque en vida habían sido inseparables y en muerte también debían estarlo. Después de perderlos a ambos, la casa se sintió vacía durante un tiempo, pero poco a poco la vida siguió adelante como debe ser. Lucía y yo nos apoyamos mutuamente en el duelo. Lloramos juntas, recordamos juntas, sanamos juntas. Mateo, que ya era un joven de 25 años, nos dio fuerzas con su energía y optimismo. Decidimos continuar con en el legado de Beatriz y Ernesto.

Mantuvimos la finca productiva. Preservamos la casa tal como ellos la habían soñado. Plantamos un jardín memorial con las flores favoritas de ambos. Cada aniversario de sus muertes hacíamos una pequeña ceremonia familiar donde compartíamos historias y agradecíamos todo lo que nos habían enseñado. Yo ya era una mujer de 70 años. Mi cabello estaba completamente blanco y mi cuerpo no tenía la misma energía de antes, pero mi corazón estaba lleno. Había vivido una vida plena y significativa. Había encontrado el amor, la familia y el propósito que tanto había buscado.

Lucía seguía siendo mi hermana del alma. Mateo era como mi nieto y aquella finca era mi hogar verdadero. A veces, cuando me sentaba sola en el porche al atardecer mirando las montañas en la distancia, pensaba en aquel día en la carretera cuando vi a dos ancianos abandonados y decidí detenerme. Esa decisión tan simple había cambiado el curso de mi vida completamente. Me había dado una familia, me había dado un propósito, me había enseñado que el amor verdadero existe y que la bondad siempre encuentra su recompensa.

Leave a Comment