A veces una frase corta puede ser suficiente.

La noche en que huí de mi propia boda pareció interminable. El mundo se redujo a un pequeño círculo de luz en el coche de Lin, donde alternaba entre llorar y quedarme paralizada, aturdida, intentando ordenar mis pensamientos. Pero lo peor me esperaba por la mañana.

Me desperté con la vibración del móvil.

La pantalla estaba repleta de notificaciones:

54 llamadas perdidas de mi madre,

12 de mi suegra,

19 de Hung.

Tragué saliva. Sentí un escalofrío.

Lin se sentó a mi lado, ya vestida, con una taza de café en la mano. Me miró como si viera a alguien caminando sobre hielo fino a punto de caer en cualquier momento.

—Tienes que decidir qué hacer ahora —dijo en voz baja.

—Yo… no lo sé —murmuré.

—Entonces llama al que empezó todo.

Enseguida supe de quién hablaba.

Y eso era lo peor: no quería oír su voz.

No quería oír la voz de nadie más.

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