
«A mi amada hija: tres casas», decía el testamento… Mi nombre no aparecía por ningún lado, ni siquiera en un rincón. Hasta que vi la copa que habían tirado… y el secreto que guardaba.
Todos pensaban que, después de tantos años cuidando a mi suegra, yo recibiría algo de herencia. Pero cuando el abogado leyó el testamento, me quedé sin palabras.
— “Dejo las tres casas del centro de la ciudad a mi hijo menor y a mi nuera menor — Sofía — porque son emprendedores y atentos.”
— “A mi nuera mayor — Ana — no le dejo ningún bien, porque confío en que es una persona razonable, que no se queja ni busca conflictos.”
Bajé la cabeza, no discutí ni derramé una sola lágrima.
Pero por dentro sentí un gran vacío. Quince años de dedicación resumidos en una sola frase: “no se queja.” Aquella noche limpié en silencio la habitación de Doña Teresa.
En un rincón de la cocina había una bolsa con cosas viejas que Sofía quería tirar.
La abrí y encontré la taza de cerámica que le había comprado a mi suegra hacía más de diez años — una taza con una base de goma para evitar quemaduras, con la que cada noche le preparaba leche o agua tibia.
La taza estaba descolorida, la goma gastada y un poco suelta. Sin pensarlo mucho, la lavé — quería conservarla como recuerdo.