A los 61, me volví a casar con mi primer amor: en nuestra noche de bodas, justo cuando desvestí a mi esposa, me quedé en shock y con el corazón destrozado al ver…

Ella se dio vuelta, la voz ahogada:
—“En aquel entonces… él tenía un temperamento terrible. Gritaba… me golpeaba… Nunca se lo conté a nadie…”

Me senté pesadamente a su lado, con las lágrimas brotando en mis ojos. El corazón me dolía por ella. Todos esos años, había vivido en silencio — con miedo y vergüenza — sin contárselo a nadie. Tomé su mano y la coloqué suavemente sobre mi corazón.

—“Ya está bien. Desde hoy, nadie volverá a hacerte daño. Nadie tiene derecho a hacerte sufrir nunca más… excepto yo, pero solo por amarte demasiado.”

Ella rompió en sollozos — sollozos silenciosos, temblorosos, que resonaron en la habitación. La abracé fuerte. Su espalda era frágil, sus huesos sobresalían un poco — esa pequeña mujer que había soportado una vida entera de silencio y sufrimiento.

Nuestra noche de bodas no fue como la de las parejas jóvenes. Simplemente nos acostamos uno al lado del otro, escuchando a los grillos cantar en el patio, el viento agitar los árboles. Le acaricié el cabello y le besé la frente. Ella me tocó la mejilla y susurró:
—“Gracias. Gracias por mostrarme que todavía hay alguien en este mundo que se preocupa por mí.”

Sonreí. A los 61, por fin entendí: la felicidad no es dinero ni las pasiones salvajes de la juventud. Es tener una mano que sostener, un hombro en el que apoyarse, y alguien que se quede a tu lado toda la noche, solo para sentir los latidos de tu corazón.

El mañana llegará. ¿Quién sabe cuántos días me quedan? Pero hay algo que sé con certeza: por el resto de su vida, compensaré lo que perdió. La apreciaré. La protegeré, para que nunca más tenga que temer nada.

Porque para mí, esta noche de bodas — después de medio siglo de anhelos, de oportunidades perdidas, de espera — es el mayor regalo que la vida me ha devuelto.

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