A las dos de la madrugada, los hijos de mi hermano golpearon mi puerta; sus padres los habían dejado fuera otra vez, y esta vez supe que debía darles una lección que no olvidarían

Los golpes en la puerta me despertaron antes incluso de abrir los ojos. Eran las dos de la madrugada; lo supe porque el silencio en mi apartamento siempre era absoluto a esa hora. Al principio pensé que quizá era un vecino borracho, pero cuando escuché un sollozo ahogado reconocí al instante la voz de mi sobrino, Mateo.

Me levanté sobresaltado y abrí la puerta sin pensarlo. Allí estaban los dos: Mateo, de ocho años, y Sofía, de seis, temblando en pijama. Tenían los ojos rojos por el frío y por el llanto. Mateo sostenía con fuerza la mano de su hermana, como si temiera que si la soltaba algo peor pudiera ocurrir.

¿Qué hacéis aquí? ¿Dónde están vuestros padres? —pregunté, aunque en el fondo ya conocía la respuesta.

Mateo bajó la mirada. Sofía, incapaz de hablar, simplemente se aferró a mí.

Era la tercera vez en dos meses que mi hermano y su esposa dejaban a los niños fuera del piso después de una discusión. Siempre acababan llamándome horas después, borrachos o avergonzados, para recuperarlos. Pero esa noche algo en los ojos de los pequeños me dijo que la situación estaba empeorando.

Los invité a entrar rápidamente y les di mantas, chocolate caliente y un sitio en el sofá. Mientras los calmaba, una mezcla de rabia y tristeza se revolvía en mi pecho. Yo quería creer que mi hermano aún tenía remedio, que solo estaba pasando por una mala racha, pero aquella escena me lo gritaba todo: los niños ya estaban pagando las consecuencias.

Cuando Sofía finalmente se quedó dormida, Mateo se acercó a mí con voz temblorosa.

Tío, no les digas nada esta vez… por favor. Si se enfadan, mamá llorará otra vez.

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