Me llamo Zoya, tengo 29 años, y hace dos años, mi vida dio un giro que nunca esperé. Vivía en un apartamento alquilado, trabajaba como desarrolladora de software, ganaba un dinero decente y disfrutaba de mi independencia. Entonces, mis padres me llamaron para tener esa conversación que nadie quiere tener jamás.

“Zoya, necesitamos hablar”, dijo mi madre por teléfono, con voz tensa y cansada. “¿Puedes venir esta noche?”.
Cuando llegué a su casa, mis padres estaban sentados a la mesa de la cocina con papeles esparcidos por todas partes. Papá parecía mayor de sus 58 años, y mamá se retorcía las manos como siempre hacía cuando estaba estresada.
“¿Qué está pasando?”, pregunté, sentándome frente a ellos.
Papá se aclaró la garganta. “Tuve que dejar mi trabajo el mes pasado. Los problemas de espalda empeoraron y ya no puedo hacer trabajos de construcción. He estado buscando otra cosa, pero nada paga lo suficiente”.
Sentí un nudo en el estómago. Sabía que papá había estado teniendo problemas de salud, pero no me había dado cuenta de lo mal que se había puesto.
“No podemos pagar la hipoteca”, continuó mamá, con la voz temblando ligeramente. “Sigo trabajando en el supermercado, pero es solo a tiempo parcial. Ahora ingresamos quizás $1,200 al mes, y solo la hipoteca es de $1,800”.
Fue entonces cuando me pidieron que volviera a mudarme con ellos y ayudara con los pagos. No querían perder la casa en la que habían vivido durante 20 años. Miré a mi alrededor: la cocina donde había desayunado cada mañana de niña, la sala de estar donde habíamos visto películas juntos, el patio trasero donde papá me había enseñado a andar en bicicleta.