El piso de mármol de la cocina estaba helado, duro, implacable. Y ahí, en ese suelo gélido, se encontraba sentada doña Rosario, una mujer de 72 años. Su cuerpo frágil estaba encogido, las manos temblorosas descansaban sobre el regazo. Frente a ella, un plato hondo con restos fríos.

El piso de mármol de la cocina estaba helado, duro, implacable. Y ahí, en ese suelo gélido, se encontraba sentada doña Rosario, una mujer de 72 años. Su cuerpo frágil estaba encogido, las manos temblorosas descansaban sobre el regazo. Frente a ella, un plato hondo con restos fríos.

No eran sobras de la cena de anoche, eran sobras de hace dos días. arroz batido, frijoles agrios y un pedazo de pollo reseco. El olor agrio impregnaba el aire. Mariana, impecable en su vestido de marca, cruzó los brazos y habló con voz cortante. Si quiere comer, hágalo ahí mismo. Los perros comen el suelo y usted no es más que eso.

Doña Rosario levantó los ojos llenos de lágrimas, intentando susurrar. Por favor, Mariana, eso está echado a perder. No quiero comerlo. La nuera ríó sarcástica como si fuera dueña del mundo. ¿Se atreve a quejarse? Debería agradecer que tiene techo y comida. Si fuera por usted sola, seguiría en ese pueblito miserable, ahogándose en la miseria. Rosario bajó la cabeza.

Prefería el silencio a la pelea. Su corazón dolía, pero no quería que su hijo se enterara. Javier, siempre ocupado con los negocios, trabajaba sin parar. Ella no quería incomodarlo, por eso aceptaba hasta la humillación de comer sobras echadas a perder, puestas frente a ella como si fuera un animal. Mariana se inclinó y empujó el plato aún más cerca de la suegra. Ándele, trague eso ya.

Doña Rosario tomó la cuchara, pero sus manos temblaban tanto que casi no podía sostenerla. Llevó un bocado pequeño a la boca. El sabor agrio la hizo querer vomitar. Tragó con dificultad. las lágrimas resbalando por sus arrugas. Mariana suspiró revisando el celular como si nada. Eso, buena niña. Continúe. La anciana tragaba en silencio cada cucharada más dolorosa que la anterior.

Dentro de ella crecía un nudo. No era solo hambre, era humillación, la certeza de haberse convertido en una carga en la propia casa de su hijo. De pronto, la puerta de la cocina se abrió. El sonido de unas llaves en la entrada resonó por el pasillo. Javier había llegado sin avisar. “Mamá”, llamó sorprendido. Mariana se giró rápido guardando el celular. En segundos cambió la frialdad por una sonrisa falsa.

“Amor, qué sorpresa tan linda. Llegaste temprano.” Rosario se levantó apresurada, intentando esconder el plato detrás de sí. El corazón le latía con fuerza. No quería que su hijo la viera en esa situación. Javier se acercó mirando a ambas. ¿Qué está pasando aquí? Mariana fue más rápida en contestar con voz melosa.

Tu mamá estaba comiendo nada más. Preparé la comida, pero insiste en decir que no le gusta. Ya sabes cómo es. Siempre terca. Doña Rosario forzó una sonrisa débil tratando de confirmar la mentira. Es cierto, hijo. No tengo mucha hambre. Javier la miró con desconfianza. Los ojos mareados de su madre contaban una historia distinta.

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