
«¡Su hija todavía está viva! ¡Hay alguien más en el ataúd!» El niño negro sin hogar corrió hacia adelante y reveló un secreto que impactó al multimillonario…
La suave llovizna de esa mañana proyectaba una sombra sombría sobre el cementerio de Boston. Hileras de paraguas negros bordeaban la tumba mientras los dolientes susurraban condolencias entre sí. Al frente, el multimillonario magnate inmobiliario Richard Coleman permanecía de pie, rígido, junto al ataúd cerrado de caoba, con el rostro pálido e inexpresivo. Creía que dentro yacía su única hija, Emily Coleman, una estudiante de medicina de 23 años cuyo coche supuestamente se había salido de la carretera dos semanas antes.
La noticia de la repentina muerte de Emily lo había destrozado. Richard, viudo desde hacía más de una década, había construido toda su vida alrededor de su hija. Sin embargo, mientras estaba allí, mirando el ataúd, algo en su interior se sentía extraño. No era solo dolor, había una inquietud persistente que no podía explicar.
Justo cuando el pastor comenzaba el panegírico, estalló una conmoción al borde de la multitud. Un niño —delgado, harapiento, con la ropa sucia y húmeda— se abrió paso entre los dolientes. No podía tener más de catorce años. La gente jadeó, algunos intentaron agarrarlo, pero él se zafó con desesperación.