Esa mañana parecía dolorosamente normal, uno de esos martes que deberían haberse desvanecido en la memoria, indistinguibles de mil otros. Pero para Emma Parker, contadora de 29 años de Austin, Texas , se convertiría en el día en que toda su vida se dividiría en dos: la vida que conocía antes de abrir la puerta de esa habitación… y la vida que le siguió después.
Las mañanas de Emma siempre eran iguales. Antes del amanecer, recorría su pequeña pero acogedora cocina, preparando huevos revueltos, café, planchando la camisa de su marido y alisando cualquier cosa que pareciera un poco fuera de lugar. Sus amigos solían bromear diciendo que era “una ama de casa de los años 50 atrapada en el 2025”. Pero a Emma no le importaba. Creía en construir un hogar tranquilo, algo que ella misma nunca tuvo durante su infancia.

Su esposo, Jason Parker , de 33 años, era dueño de un pequeño negocio de impresión y diseño en el centro. Cuando se casaron hace cuatro años, él era atento, cariñoso, el tipo de hombre que le preparaba la comida y le dejaba notas escritas a mano en la nevera. Pero últimamente… todo había cambiado. Era distante. Frío. Siempre “ocupado”. Siempre “trabajando hasta tarde”. Siempre salía a atender llamadas sin dar explicaciones.
Emma lo sintió. Ese dolor sordo tras las costillas. Ese susurro que ninguna esposa quiere reconocer: Algo anda mal.
Pero ella seguía cocinando para él. Seguía besándole la mejilla. Seguía creyendo, porque creer dolía menos que afrontar la verdad.
A las 7:42 a. m. , Emma cerró la puerta principal con llave, cogió su bolso y se apresuró a ir al trabajo. El tráfico en la Avenida Congress era brutal. Golpeaba el volante con impaciencia, con la mente ya puesta en los plazos, las hojas de cálculo y las auditorías trimestrales. Entonces, la idea surgió de repente, como una aguja clavada en el ojo.