El reloj de la pared avanzaba con crueldad. El Dr. Michael Harrison, jefe de cuidados críticos del Hospital St. Mary’s, permanecía inmóvil junto al monitor. Los pitidos se habían vuelto un ritmo funesto, cada uno un recordatorio de que a Emily Carter, de 18 años, se le acababa el tiempo.
Emily llevaba años luchando contra un raro trastorno autoinmunitario: su sistema inmunológico atacaba sus propios órganos. Todos los tratamientos habían fallado y su cuerpo empezaba a apagarse. Su presión arterial estaba peligrosamente baja, su corazón apenas resistía.
“Treinta minutos”, murmuró el Dr. Harrison con gravedad al equipo. “Eso es todo lo que le queda.”
Junto a la cama, Karen Carter, la madre de Emily, aferraba la mano inerte de su hija. Tenía los ojos enrojecidos, el rostro pálido por noches sin dormir. “Por favor, cariño”, susurró. “Aguanta.”
A sus pies yacía Max, un golden retriever de ojos dulces. Estaba con Emily desde que ella tenía seis años. Con el tiempo se había vuelto más que una mascota: era su protector. Ladraba antes de sus convulsiones, se negaba a dormir cuando ella estaba enferma y la consolaba en cada ingreso hospitalario.
Aquella noche, las normas del hospital se rompieron por compasión. Las enfermeras permitieron que Max se quedara, sabiendo que Emily no llegaría a la mañana.
Los monitores sonaban más despacio… y aún más despacio. La piel de Emily se había vuelto de un pálido fantasmal. Karen sollozaba en silencio. Entonces, algo cambió.
Max alzó de pronto la cabeza, erizó las orejas, como si detectara algo invisible. Saltó a la cama, empujó la mano de Emily y gimoteó suavemente. Las enfermeras fueron a bajarlo, pero el Dr. Harrison levantó la mano. “Esperen.”
El perro comenzó a presionar sus patas sobre el pecho de la chica, rítmico y firme. Las enfermeras ahogaron un grito: parecía, inquietantemente, compresiones torácicas.