Por más monótono que fuera aquel martes, jamás olvidaré cómo cambió mi vida a las 2:12 p.m.
Estaba en medio de una reunión aburrida en la oficina cuando mi teléfono vibró. En la pantalla, el nombre “Mrs. Polk” parpadeaba. Mi vecina de toda la vida, una mujer de cabello gris y corazón de oro, rara vez llamaba. Algo debía estar muy mal.
—Maddie, cariño… —su voz temblaba— hay un camión de mudanza en tu entrada. Los hombres están metiendo cajas a tu casa. ¿Te mudas hoy?
Por un segundo, pensé que había escuchado mal.
—¿Qué? —dije casi en un susurro.
—Acabo de verlos entrar,—insistió—dos hombres con camisetas de empresa, y una mujer con ellos…
Mi estómago se hundió. No había contratado a nadie. No había pedido una mudanza.
Antes de darme cuenta, estaba corriendo por el pasillo del edificio, ignorando las miradas de mis compañeros y las palabras de mi jefe. Mis manos temblaban tanto que apenas podía sostener las llaves del auto.