Álvaro, un guardia de seguridad, se quedó pasmado, con los ojos entrecerrados como si no pudiera creer lo que había escuchado. Estaba en el vestíbulo de la planta baja de un edificio corporativo en Santa Fe, Ciudad de México, junto al escritorio de recepción. El aire fresco del invierno capitalino le helaba las manos, que frotaba una contra la otra.
Frente a él estaba María, una empleada de oficina con la que apenas cruzaba saludos. Hoy, sin embargo, lo miraba con urgencia, con el rostro tenso y los ojos fijos en la entrada de cristal que daba al estacionamiento.

—Mis familiares llegaron de sorpresa desde Michoacán… —dijo con voz entrecortada—. Ellos no saben que estoy divorciada. No quiero que se decepcionen. ¿Podrías ayudarme por hoy?
Álvaro se rascó la cabeza y soltó un suspiro largo. Su trabajo de seguridad no tenía nada que ver con los problemas familiares de los empleados. Pero aquellas pupilas, que mezclaban miedo y desesperación, lo desarmaron.
—Está bien… ¿pero qué tengo que hacer? —preguntó, entre nervioso y confundido.